Testamento de un centauro


En la noche en la que me encuentro no hay más que silencio. Los centauros de metal permanecemos quietos. Somos mercenarios dispuestos, sin embargo no hay guerras ahora. Cunde por ello el desánimo en los campos de batalla. Las guerras, al parecer, adquieren otras formas. Sin sentido de existencia permanecemos en nuestros lugares asignados. Mantenemos preparadas unas armas que nada pueden. El homúnculo que nos ordena los movimientos permanece inerte, inactivo. Nosotros mientras permanecemos a la expectativa sospechando que nuestro tiempo va acabando. Los ecos del movimiento se oyen lejanos y todo nuestro arsenal, nuestras bélicas capacidades son elementos inútiles y en desuso. Las armaduras, la montura, la mentira, los afilados elementos permanecen quietos en una ridícula pose. Una oscura potencia inerte. Los centauros comenzamos a emborracharnos de apatía, engordamos y perdemos la forma, la violencia. Nos hacemos mansos como dinosaurios herbívoros; peligrosos e inofensivos a la vez. 



Aquí quietos en la noche, a oscuras firmes y preparados comienzan a crecernos las barbas, mezclándose con el hielo que se descuelga lento en ellas. Las arañas empiezan a colonizarnos y tejen sus redes en nuestros mástiles y demás armamentos. En la desidia, el frío comienza a calarnos y empezamos a temblar ligeramente. Es frío de estar quietos, es miedo de estar quietos. No hay lugar para nosotros ya en las afueras de la urbe, en nuestros cuarteles, en nuestros campos de batalla más allá de sus murallas donde luchábamos. No es tiempo de lucha, es tiempo de escasez. No es tiempo de gloria para nosotros, sino de hambre. ¿Qué hace la Caballería hambrienta en la noche gélida? Quizá empezar ya con las preguntas. Pero nos queda aún un tiempo de espera digna y unos tragos de aguardiente. El relato de las anécdotas mil veces contadas y exageradas. La Tierra Santa estaba bajo nosotros cada vez. Sin embargo, sin habernos movido, ésta se ha trasladado lejos, ya sea en lugar o en tiempo. Nos ha abandonado a nuestra suerte. Aquí morimos quietos, dignos a veces, indignos en otras ocasiones, en llanto y borracheras. 



Pronto nuestra naturaleza se manifestará y nos hará matarnos los unos a los otros en guerras intestinas. Quizá algunos en un atisbo de lucidez nos dejemos matar, o quizá nos bajemos de nuestras monturas, convirtamos nuestras armas de muerte en herramientas y aperos de labranza y volvamos a la tierra, a la sencillez tan lejana de la Gloria Eterna. Es posible que en lo efímero encontremos un nuevo sentido de vida. Es posible que aprendiendo a perecer en la nada, sin memoria, nos incorporemos a un nuevo cielo no apoyado en la tierra sangrienta sino en campos del espíritu dentro nuestro, pero a la vez lejanos y difíciles de alcanzar. Para ello abandonaremos las ruinas de este mundo. Dejaremos que la corrosión y el bosque engulla las maquinas que nos conforman ahora.



Algunos de nosotros bajan ya de la postura rígida de espera, intuyendo que nadie vendrá a dirigir nuestra gran fuerza. Bajamos de las monturas y nos desarmamos. Quedamos en paños menores de algodón sucios por la disciplina, por la incredulidad en nosotros mismos. Hierros y filos se reutilizan. El mundo comienza a ser de los pacíficos, de aquellos que hacen crecer las cosas. Como monumentos al pasado quedan las ruinas de las fortalezas, los cuarteles. Y el silencio en el que nos abandonaron se va tornando en nueva algarabía de niños corriendo y jugando en los campos limpios de minas, de ataduras. Hay mujeres y hombres cantando ya en fiestas, celebrando la cosecha al ritmo de la naturaleza sin vulnerarla. Los atónitos resistentes permanecen en ridícula firmeza. Frente ese Amor manifiesto, el odio y la violencia cerval quedaron obsoletos. La población comienza a llenarlos de flores, a sembrar frutales y cereal a sus pies para convencerles. Quienes perseveran son engullidos por los cultivos, muriendo rodeados de cosas vivas que crecen de ellos mismos.



En esta Arcadia que nos conquista por momentos, que parte de este silencio extraño y agradable no hay lugar para nosotros, para lo que somos ahora. De modo que anticipando nuestro final deponemos las fuerzas y abandonamos este lugar para hacernos labradores. El tiempo nos espera tranquilo como un regalo.